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Isabel Carrasco In Memoriam

(Nota bene: los problemas que nacen de la coerción instucional, que aquí comento, se refieren a la acción social, pese a que Isabel Carrasco ha sido asesinada por miembros de su propio feudo. Con todo, el mecanismo sigue siendo el mismo: los papeles ahogan hasta que las antorchas los prenden. Valga como vínculo entre la ira del pueblo y la de los allegados de Isabel la exégesis anónima que circula por Internet sobre los actos que motivaron un homicidio)

Isabel Carrasco ha muerto. Fallecer es parte de la condición humana, como condolecerse por la suerte que tarde o temprano nos alcanzará a todos. Sin embargo, su muerte ha traído algo más que lágrimas, y con el profundo deseo de que sus familiares jamás lean estas palabras considero oportuno comentarlo.

Isabel Carrasco tenía mala fama. Cuando hablamos de un político que atesora 150.000€ al año y ostenta unos trece cargos públicos al mismo tiempo, queda bastante claro el origen de su reputación. Parecía representar, a grandes rasgos, la figura del enchufado.

Mi generación, la de la malograda LOGSE, ha crecido en una España que cubrió su pasado con mentiras y medias verdades oficiales. Somos los hijos imbecilizados de una historia y unas raíces que se nos han escondido. No había un curso escolar en el que llegásemos a la —mal llamada— Transición, o la ventilásemos con un par de comentarios buenistas sobre la suerte de que apenas hubiese sangre derramada. Pero todo eso son mentiras, porque España siempre ha sido un país tan cainita como violento, tan turnista como pistolerista, tan de la Ley de Fugas como de la Ley Corcuera. La amnesia fabricada ha ignorado todo esto, hasta un punto en que los enchufados han acabado por legitimarse dentro del sistema como un mal necesario.

Somos tan buenos ignorando que pensamos que nos habíamos olvidado de nosotros mismos, y hoy nos hemos acercado a los medios con un cadáver político cosido a balazos.

Podemos indignarnos porque una persona haya quemado un contenedor, roto un escaparate o tiroteado un político. La indignación contra la violencia por la fuerza es razonable siempre que uno crea en el diálogo más que en la sangre. Lo que no debemos ignorar cuando señalamos las goteras de la razón es que hay otro tipo de violencia: la sistémica, la burocrática, la de la coerción que se ejerce desde arriba hacia los de abajo. Estoy hablando del infarto del que busca empleo, de los trastornos mentales —alcoholismo, depresión, violencia doméstica— de los que estaban detrás de él en la cola del INEM, de la anciana secular desahuciada o del mártir suicidado. Debemos ser conscientes de que firmar papeles puede causar tanto dolor como apretar gatillos.

El diálogo social, la transparencia y unos medios de comunicación veraces son la tríada para una democracia sana, que elimina cualquier tipo de violencia física por medio de la palabra, el posterior consenso y la creciente representatividad. En España, lamentablemente, no podemos aseverar que ninguno de estos tres pilares se cumpla; cabe asumir, a nuestro pesar, que España es una olla a presión entre las voluciones de los políticos contra la voluntad ciudadana, enfriada por unas elecciones aquí y allá cada par de años.

Si la clase política ejecuta sus sentencias a modo de legislación, sin razonar ni explicar, justificando cuatro años de tiranía como una decisión irrevocable, sólo se puede esperar que la agitación social aumente, y que eventualmente los ciudadanos —vista su incapacidad de legislarse a sí mismos— recurran a la única justicia que pueden ejercer, mucho más bárbara: la de las armas.

No tenemos derecho a indignarnos, porque sabíamos muy bien que esto iba a pasar. No soy el único Genio de la Lámpara. La escalada progresiva de violencia era tan previsible que incluso la sospecha de su instrumentalización quedó patente desde la oficialidad. Y me atrevo a prever que esta violencia escalará conforme la tiranía de nuestros administradores crezca; tal vez sea osado comentarlo, pero no me cabe la menor duda de que unido a esto irán las soflamas oportunistas de unos cargos públicos que nos han estado robando, y cuyo aliento no irá para las víctimas sino para su campaña. La demagogia es tan española como las falacias de pensamiento.

Nuestro pecado será no ver que —aunque al Gobierno de Mariano Rajoy le pese no poder jugar la carta de ETA ahora que éstos han conseguido jugar a la democracia mejor que él— aún se guardarán unos naipes electoralistas en la manga, dibujados con la sangre de la barbarie violenta que ellos mismos habrán provocado desde sus escaños en el púlpito de la mediocridad.

Guardad a Isabel Carrasco en la memoria, como el ejemplo de lo que pasa cuando un pueblo violento se despierta el día de su historia en el que sus gobernantes se convirtieron en sus peores parásitos. Y no os atreváis a desear que no se repita si vuestra voluntad es que nada cambie. Si no recordamos, se repetirá. Si no cambiamos, se repetirá. Y, con todo, me apena saber que estas palabras serán ignoradas y que, lamentablemente, se repetirá. Ojalá el tiempo jamás me dé la razón.